La cosa es menos compleja de lo que parece: el escritor Irvine Welsh escribió una de las novelas más audaces, vertiginosas y vibrantes de los noventa, impronta precisa de la década de los noventa. Trainspotting fue publicada originalmente en 1993 y se convirtió en un boom editorial que fue a dar a la pantalla grande, catapultando su carrera como escritor estrella decadente y la del director de cine Danny Boyle.
Hace 20 años, muchos estábamos memorizando el speech “Choose Life…” de Mark Renton y compañía con el típico acento escocés, preguntándonos si la heroína era tan potente y por qué el soundtrack era tan poderoso. ¿Qué pasó a partir de ahí? Ewan McGregor se convirtió en una luminaria mayor del séptimo arte, Danny Boyle se forró de lana y llevó una carrera cinematográfica más bien medianona, pero con el aval de ser el artífice de una de las 50 mejores películas de los noventa.
Por su parte, Irvine Welsh fue de más a menos con dos libros igual de buenos que Trainspotting: Éxtasis y Acid House, y una decadencia de mamotretos más bien aburridos (Escoria, Col recalentada, Cola, etc.), todas explotando la decadencia europea de personajes pasados de rosca y con la impronta del vicio a cuestas. Vamos, Welsh ha mantenido bien aceitado su estilo, uno muy ágil y sagaz, pero tampoco es ninguna lumbrera excepcional en los anales de la literatura. Y vamos, el tiempo hace que de alguna manera u otra te repitas y se noten los trucos del mago debajo de la manga. Además de eso, erosionó antes que ninguno su propia obra maestra con una suerte de segunda parte, Porno, y con una precuela poderosa de largo aliento editada hace muy poco, Skagboys (2012), la cual de alguna manera cierra el ciclo o estira la liga Trainspotting hasta su máximo natural, como quiera verse.
Con ese panorama a cuestas, Danny Boyle decidió edificar una secuela, que retoma los aspectos naturales de Porno, pero que de alguna manera Boyle reinterpreta libre sin meterse en las honduras temáticas y desternillantes del libro de Welsh, con un resultado que a todas luces pintaba para un producto de bajo calado.
Veinte años después, con kilos de más, internet y las primeras sugerencias de arrugas, estamos en una sala de cine diciéndonos antes que empiece la función, que todas las películas de segundas partes son, en su mayoría, un despropósito. Las luces se apagan y todo lo que aparece está en orden: Renton regresa, Begbie se la quiere cobrar, Sick Boy sigue siendo un triquiñuelas encantador, y Spud se devana aún por salir del fango, ahora a través de la escritura. Más allá de la reconocida nostalgia por el director y la forma en la que articula a sus personajes, Trainspotting 2 no aporta nada más, salvo una pequeña mueca que nos hace decir “lo hubieran dejado así como estaba”.
Y es que más allá de defender o no el ojo de Boyle para hacer una película mediana, con los personajes femeninos apagados y la resolución de conflictos de una forma fácil, casi perezosa, lo cierto es que es importante reconocer que no había mucho espacio a donde moverse sin destrozar el buen sabor de boca de la película inicial. Meterse de lleno a Porno hubiera sido demostrar que Trainspotting es una pieza redonda, la cual no merecía ser contaminada, por así decirlo, con toda la retahila de Welsh en torno al humor escocés y el ensayo sobre la industria pornográfica, minimizando la esencia de la trama original sólo para pretextar el regreso de los personajes por, sí exacto, pura y llana nostalgia gratuita.
Dicen por ahí que la originalidad es también en buena medida carencia de referencias bibliográficas. En este sentido, Boyle apuesta por los fans de la película más que por los del binomio libro-película. No había manera de fallar pero tampoco de ir más allá con Trainspotting 2, que no se esforzaron siquiera ni por ir más allá en el título, el cual dice a todas luces “pónganse ‘Lust for life’ y ‘Born Slippy’ ahora que todavía se puede”.
Trainspotting 2 tiene muy cuidados los detalles estéticos y el ritmo de su armado, en ese sentido es fiel y complementaria con su predecesora, sin embargo posee unos diálogos con calzador que en algunos momentos claros se ponen casi para resoplar de lo predecibles y fáciles que son: Renton se avienta un “choose life” actualizado, y en donde antes había novias y fútbol ahora había kilos de más y snapchat. Nomás porque sí, porque soy Renton y ese era yo y ahora estoy acá. Así soy y qué.
A los personajes todo les pesa, desearían haber muerto, gastarse la lana que se llevó Renton de un tirón o sencillamente no ser parte de una historia que a todas luces comenzó mal. En este orden de ideas, Trainspotting 2 es todo menos honesta consigo misma, pero hubiera estado todo en orden si se hubiera reposado ese guión en la galera.
Vivimos una época en la que devoramos la nostalgia en todas sus presentaciones, cada vez con mayor ahínco, y Boyle, de la mano de Welsh deciden exprimir el limón ahora que todavía tiene jugo, porque mañana quién sabe, a nadie le gustaría asegurar que Trainspotting era, después de todo, una película mediana que con la cual nos identificamos por ser jóvenes sin nada que perder. Algunos defenderán eso como se defiende la casaca del equipo perdedor, y otros tantos matarán al padre que los orilló a querer otro tipo de cine y de música. Mientras tanto, Mark Renton paga su aventura con un poco de ejercicio y sexo, sabiéndose un chacal con onda y sensibilidad. No hay bien que por mal no venga.
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